A todos los que pasaron por
la Universidad Laboral de Córdoba,
porque estoy seguro de que algo hicimos
la Universidad Laboral de Córdoba,
porque estoy seguro de que algo hicimos
La estación de Espeluy bullía aquella noche templada del otoño del 68, salvo que en vez de estar ocupada por emigrantes de la vendimia, otros ocupábamos su
lugar impulsados por la misma necesidad de mejorar.
El tren especial con destino a la Universidad Laboral de Córdoba, cuyos vagones iban engullendo alumnos estación tras estación para ese final de trayecto, parecía no llegar nunca desde una procedencia para nosotros desconocida. Hoy en día nos hubieran dicho que era algo parecido a la estación de Kings Cross, con destino al Colegio Hogwarls.
Nada más alejado de la realidad y de la ficción.
Una máquina renqueante alargó lo que debió ser un corto trayecto nocturno y en vez de detenerse en la estación de Córdoba, lo hizo en una tronera entre los dos puentes que se deslizaban sobre la vía férrea y que comunicaban la Universidad Laboral con la carretera.
Un espaldón de tierra, muy pino, se nos abría frente a nosotros y en su parte superior una batería de focos iluminaba aquel desembarco nocturno en el improvisado apeadero. Desde arriba, desconocidas figuras vestidas de blanco, entre voces y silbatos, nos animaban a vencer aquella trinchera. La maleta y lo resbaladizo de la hierba convertían en ímprobo el esfuerzo por alcanzar el objetivo de aquella casi militar maniobra de asalto.
Acostumbrado a las pacíficas entradas a un instituto de enseñanza media, empecé a comprender aquella noche que esta nueva etapa iba a suponer una inusual carrera de obstáculos, y pronto entendí el eslogan que en el friso del paraninfo de la universidad rezaba: “para bien de todos trabajan y combaten los mejores”.
Juan de Mena, Gran Capitán y San Álvaro, me dieron cobijo, catre y comida, entre los años 68 al 70.
Observé que los curas no solo iban de negro: allí los había blancos, si bien unos eran padres y otros hermanos, cuestión esta difícil de entender porque en aquellos años la graduación no se manifestaba más que con galones y ellos no los usaban.
Inefables aquellos dominicos que, sorpresivamente, cuando el evolucionismo estaba aun en cuestión, me empezaron a hablar de Pierre Teilhard de Chardin y sus teorías controvertidas y veía como el P.Riera se emocionaba al hablarnos del hombre de Pekín.
Pasé de ver cine ñoño de matiné, a ver películas que a buen seguro se exhibirían una e incluso dos décadas después en mi ciudad: Fellini, Bergman, Bertolucci. No sólo veíamos buen cine, sino que nos enseñaban en cada sesión a aprender de cine y su lenguaje técnico.
Supe que los curas debajo de la sotana tenían pantalones, que no eran ni peores ni mejores que nosotros y que cada uno responde personalmente de sus actos. Sin embargo quiero hacer especial mención en el recuerdo a quien consideré para mi no un padre sino un padrazo: José Maria Zabalza, cuya humanidad le desbordaba a pesar de su corta estatura.
Aun tengo por principio atávico el recogido de un discurso nocturno del P.Nemesio citando al sueño del príncipe Segismundo de Calderón: Obrar bien es lo que importa, si fuere verdad por serlo y sino por tener amigos para cuando despertemos.
Terribles las collejas del P.Larrañeta en sus días de úlcera de estomago. Largas y enconadas las discusiones teológicas con el P.Cantueso, con cabreos incluidos cuando el ascua no se arrimaba a su sardina. El bueno de Eustoquio Hospital.
Tuvimos un profesor de matemáticas de cuya cartera esperábamos que saliera algún billete de mil pesetas, de los que su hermano, el famoso alcalde de Belméz, había ganado en el televisivo concurso de “un millón para el mejor”: era Canalejo Cantero.
Y aquel Emilio Patón, profesor de dibujo que cronómetro en mano repartía “sien seros” en la clase en poco menos de diez minutos, pero que consiguió enseñarnos cuales eran las “vistas sufisientes y nesesarias”; ni una mas ni una menos, y que me confesó que se cago de miedo la noche del terremoto por un cargo de conciencia.
El inconfundible vozarrón de Carrillo de Albornoz, mostrándonos que leche hacía el carbón en los tochos de acero.
A Ripoll se le iba la perola con los motores, porque cuando hablaba de ellos, no eran de cualquier marca, eran Ferrari; y nos describía motores del futuro, de aluminio, de pistón en estrella. Parecía Julio Verne, y como el novelista tuvo una visión tecnológica de futuro, que luego se hizo realidad.
En tres años aprendí también que las camas no se hacen solas y que la escoba no era un utensilio de sexo femenino. Me fumé mi primer cigarro, peninsulares, que eran más baratos que los celtas, y cuando quedaba algo de la exigua paga que recibíamos de nuestras casas, nos tomábamos un medio en el quiosco de Chari y su familia.
¿Que habrá sido de ellos?
Puse en práctica todo aquello que estaba escrito en los libros de picaresca a los que constituí en manual de primeros auxilios, para poder sobrevivir entre una tropa de mil trescientos, y a aquellos chocolates matutinos que hacían que nuestros intestinos estuviesen como el lema de la Real Academia Española: limpios y esplendorosos.
En la enfermería averigüe que las macetas de las ventanas tenían ese verdor, porque eran abonadas con la mantequilla “petrolífera” de más de un desayuno, y que para librarse de un “estudio” podías ir al dentista aun a costa de que aquello te costará una muela.
Y de entre aquellos mil trescientos hubo soledades compartidas y nombres que aun me suenan en el recuerdo: Gijón Merino, Carlos Márquez, Cubero, Murciano, Diego Alonso Colacios, Amezcua, Centeno, Luque, Moreno, Tico Guillen. Kikito, Pepe Larios, Federico el granaino, etc. Hay muchos más, pero la memoria puede menos que la buena intención.
Con ellos aprendí a convivir y compartir en comunidad; vi que existían gallegos, vascos, aragoneses, canarios, con acentos distintos y plurales, y empecé a entender básicamente lo que era España.
Que ya no había godos, ni romanos, ni celtas. Que el mapa era otro.
Y conocí también que el pensamiento no era único. Que había una Córdoba que además de sultana trabajaba en la electromecánica, y que algo empezaba a cocerse en aquel ambiente universitario del sesenta y ocho, sesenta y nueve y setenta.
Tal y como decía en mi entrada al libro de visitas de la página web que generosamente administra Juan Antonio Olmo, nada fue igual después.
En este corto ensayo para el cincuentenario, es evidente que pesa más la riqueza de la experiencia humana añadida a la maleta vital que el conocimiento técnico adquirido, porque en definitiva somos lo que pensamos.
Sigo visitando Córdoba con periodicidad, y me sigo perdiendo con deleite en el sosiego tranquilo del paseo por sus callejones. Y me gusta bajarme al Realejo a pararme en alguna taberna a beberme un medio y comer rabo de toro y salmorejo, para volverme a mi ciudad con el regusto en el alma y en el cuerpo.
Cierto que las cenizas del tiempo nos blanquean ya la sienes a mas de uno, pero pese a la nostalgia no hay nada mas satisfactorio que saberse protagonista de unos años como aquellos que luego dieron lugar a otros momentos históricos y además en la UNI como la llamábamos.
Supongo que cualquier investigador avezado tiene un buen material para hacer un estudio social y político en profundidad de este período, analizando las vivencias en la laboral de Córdoba y en las demás.
Pero que no le pregunte a Antonio Alcántara, el de Cuéntame, porque ese no estuvo allí.
Jaén, octubre 2007